MIERDA EN LOS BOSILLOS (12. Sobrepeso en los tobillos)

Hace unos minutos creía que no tenía nada en el mundo. Hace unos minutos me importaba una mierda vivir o morir. Ahora voy en un coche con un anciano psicópata, una prostituta con los ovarios como dos campos de fútbol, santa Teresa de Jesús reencarnada en un camello canario, un puto loco que resulta ser mi progenitor y… bueno, visto el percal con el señor dueño de un puticlub. Y siento profundamente haberme sentido así. No solo esta noche por las circunstancias, sino que ha resultado ser un rasgo característico de mi personalidad a lo largo de los años. Ese victimismo asqueroso en el que me he estado revolcando durante casi toda mi vida, no lo siento ahora. Miro hacia los lados, noto la excitación del personal. Si hubiese sabido que montarían el pifostio este… Nunca los habría expuesto. Madre mía, ¿qué hacemos ahora con el capullo este?

Yo solo quería venganza. No quería que los hijos de puta que hicieron sufrir a una amiga mía se fuesen de rositas. Pero yo no quería implicar a nadie. La rabia corría por mis venas y me sudaba la polla todo. Pensaba que no tenía nada que perder… Y la realidad me ha vuelto a partir la cara con la mano abierta.

— ¿Qué hacemos con… cómo se llama usted?

— ¡Soltadme, maricones!

— ¡A ese le pego un navajazo que le tiro las tripas al suelo!— Dice Eustaquio dándose la vuelta desde el asiento del copiloto para agarrarlo del cuello.

— ¡No, no! Tranquilicese, Eustaquio. Vamos a pensar algo que no implique ni tiros ni navajazos.

— Pues a mí déjame en la casa que entonces no soy útil aquí.— Dice el anciano.

— Mire señor proxeneta, nosotros trabajamos más el contrabando de linternas autorecargables por la historia esta del apocalipsis a causa de la fulminación de la corriente eléctrica. Que según me han dicho los ángeles se producirá pronto. El caso es que los ángeles también nos han dicho de la existencia de sus hijas: Raquel, de 17 años, 1’65, 56 kg y un 37 de pie izquierdo, Mónica 27 años, farmacéutica en la calle Contreras, 1’75 de miopía y los leucocitos un poco altos, y Mari Carmen de 29 años con un problema severo de sobrepeso en los tobillos.

No sé quién está más sorprendido por el discurso de mi padre, el capullo este o yo…

— Calle Alameda, número 37, ático A. Ya sabes lo que hay como no dejes estar lo que ha sucedido hoy aquí.— Dice el Guanche mientras pega un frenazo.— Así que venga, a tomar por culo.

Con las mismas, Antsa abre la puerta del coche y lo lanza fuera con patada en el trasero incluida.

— ¿En serio? ¿Cómo sabíais todo eso de ese tío?

— Fede, ves como hay que estar informado del mundo exterior. Ese tío es directivo del equipo de fútbol de la ciudad. Podríamos saber hasta su DNI fácilmente. A parte de que una de sus hijas viene a pillarme hierba al menos una vez a la semana. Lo dejará estar.

— ¿Estás bien? A lo mejor necesitas un médico. Llevas la cara destrozada. Necesitas descansar. ¿Puede ser que te falte algún diente?

Esta Antsa… Es que es un sol.

— No me he sentido mejor en mi vida. ¿Porqué no vamos al Bada Bing a tomarnos algo? Tengo ganas de hablar con Paquito un par de cositas que tenemos pendientes. ¿A que sí, Eustaquio? A usted le va a caer super bien. Es un poco comunista pero haréis buenas migas seguro.

MIERDA EN LOS BOLSILLOS(11. Nada que perder)

Me tapan la boca con un esparadrapo. Pensaba que estas cosas solo pasaban en las películas y en las novelas policíacas. Lo más fácil es que me maten y a tomar por culo. Tampoco pasaría nada. La verdad es que nunca le he tenido excesivo miedo a la muerte. Siempre pensé que cuando me viese en una situación de verdadero peligro, en un atentado, por ejemplo, me saldría el instinto de supervivencia y correría horrorizado como cualquier otra persona. Pero ahora, la cuestión es que no siento nada de eso. Ahora mismo me apetece reírme en la cara de la muerte. No tengo miedo a que me liquiden, si es eso lo que creen estos gilipollas. Será porque no tengo nada que perder. Siempre he pensado que un hombre o mujer sin nada que perder es la cosa más peligrosa del mundo. El miedo desaparece. El miedo, que es lo que mueve el mundo, desaparece. Llevo una vida de mierda dentro de un mundo de mierda al que siento que no pertenezco. Desde bien pequeño tengo el sentimiento sincero de no pertenecer a este circo. Me la suda bastante si me pegan un tiro, la verdad. Tampoco creo que se me eche mucho en falta.
Si los hindúes tienen razón, lo mismo tengo suerte y me reencarno en una mosca para poder pasarme el único día de mi vida dando por culo. Si los cristianos, judíos y musulmanes, que son la misma cosa con distinto nombre, tienen razón, iré directo al infierno, donde según tengo entendido, permaneceré durante toda la eternidad pagando por mis pecados. Es decir, exactamente lo que hago ahora en vida pero con fecha de caducidad. Qué poca imaginación. Y llevamos dos mil y pico de años creyéndonos estas pamplinas… ¿Quién dice que esto no es el infierno?…
¡Puuumh!
¡Un tiro!
—¿Dónde está mi sobrino Federico? ¡Comunistas de mierda, hijos de puta!
No puede ser… ¿Será cierto lo que estoy escuchando ahí fuera? El portero saca una pistola de un cajón del escritorio. No, no. Se dispone a salir. Le pongo la zancadilla, da un tropezón, se vuelve y me da una hostia que me vuelca, con silla incluida. Me quedo en horizontal. Salen los dos gorilas. Se escuchan más disparos. ¡Me cago en la puta! De repente veo unos pies corriendo hacia mí. Conozco esa manera destartalada de correr. ¡Papá!
Entra el loco de mi padre con una cacerola en la cabeza, aguantándola con su mano izquierda.
—Vamos, hijo. Los abejorros no predicen las tormentas y nosotros tenemos el culo lleno de bacalao en salsa.

Detrás entra Gustavo, el Guanche, corriendo. Me desatan. Salimos fuera. ¿Qué cojones? Cruzamos el umbral del despacho donde me tenían retenido. Los dos porteros están desarmados con las manos arriba y las chicas en el suelo. Los clientes hace rato que huyeron, supongo. En el centro de la escena veo al puto loco de Eustaquio con su escopeta delante de un hombre de unos 50 o 60 años, gordo, calvo y con bigote . El hombre lleva un polo verde y pantalones vaqueros, tiene la frente sudorosa. Antsa está a su lado, sujetándolo por un brazo mientras le pone un cuchillo de cocina en la garganta. ¡Me cago en la puta!
—!Vamos Eustaquio! —dice Gustavo cogiéndolo del brazo mientras éste apunta hacia todos lados con su arma.

—¡Yo le vuelo los sesos a estos hijos de puta, rusos comunistas!

—¡Eustaquio, por Dios, vámonos!
Antsa sujeta al hombre del brazo y le hace retroceder hacia la salida. Gustavo coge de un sobaco a Eustaquio y me indica con la mirada que coja yo del otro lado. Levantamos al anciano para llevárnoslo mientras él comienza a dar tiros al techo, que ya tiene agujereado, chillando y blasfemando totalmente fuera de sí. Nos metemos en mi coche. Arranca mi padre. Salimos picando rueda.

MIERDA EN LOS BOLSILLOS (10. El caos de la lechuza)

Me siento como batiendo las alas, como una lechuza en plena noche cuando solo ella puede ver en la oscuridad. Me siento enorme. Se me difuminan las luces tenues del local y el pasamontañas me estorba a la vista. Mejor. Así puedo sentir en el cogote la anarquía y el azar adueñándose de los golpes de bate de hierro que se convierten en melodía de cristales rotos y madera crujiente. Golpe tras golpe voy dejando caer gritos que parecen proceder de lo más hondo del manicomio. La adrenalina se pega a mi piel como larvas sedientas de sangre. ¡Caos, bendito caos!
Oigo a las chicas correr despavoridas. Puedo sentir como los clientes no salen de su asombro. Puedo oler el desconcierto colectivo que provoca un loco con un bate destrozando el mobiliario y gritando como un poseso. Los cristales de las copas, las botellas rotas, jarrones, espejos, lámparas, mesas… Ya vienen los porteros. Se me acabó el tiempo. Me detengo jadeante por el cansancio e intento desfragmentar mis pupilas para ver el destrozo que he sido capaz de ocasionar. Para el poco tiempo que he tenido no está mal.
Una figura de proporciones de gran primate se acerca por mi perfil derecho asestándome una hostia que me deja panza arriba. Parece que tiene un compañero porque siento demasiadas patadas mientras estoy tumbado. El dolor es algo pasajero. Sobre todo el dolor físico. Escupo algunos dientes. Noto como me registran. Esbozo una sonrisa rojiza y desdentada. No encontrarán nada. Además, estaré irreconocible después de semejante paliza. Me dan la vuelta quedando boca arriba. Me quitan el pasamontañas. Les oigo hablar. Dudo que llamen a la policía. Dudo de su capacidad para tomar decisiones…
En efecto, uno de ellos está llamando por teléfono. Ya me van doliendo los huesos, mi cara late al compás del corazón, inflándose por segundos. Me estoy enfriando. Me revuelvo y le doy una patada en los huevos al del teléfono. Vuelvo a sonreír.

Me zarandean. No puedo moverme. Me zarandean de nuevo. He debido desmayarme. Tengo la boca llena de sangre. Aclaro mi vista… ¡No jodas!
—Es él. Sin duda. Vino preguntando por la negrita.
Mierda, mierda, mierda. Yo no contaba con esto. La he jodido pero bien. Lo único que no quería era que me relacionasen con ella… ¡Qué gilipollas soy!
—Te acaba de cambiar la cara, campeón —dice el Bigfoot que hace de portero.
—¿Cómo llevas los huevos? ¿Podrás procrear gorilas con cerebro de almendra todavía?
Me da otro puñetazo en la cara.
Lo único bueno es que no saben dónde está Antsa. La pregunta es: ¿me dejarán irme sin más? Creo que no. Yo pensaba que sin saber el porqué de mis actos vandálicos y al no tener ningún dato sobre mi persona se cansarían pronto de torturarme y me soltarían. O me matarían y me tirarían a una cuneta, qué más da, así moriría como Lorca. Pero ahora la cosa cambia. Como la localicen no me lo perdonaré nunca.

MIERDA EN LOS BOLSILLOS (9. Birra a 1 €)

No sé si es muy buena idea pero tenía que sacar a Antsa de ese manicomio en el que se ha convertido mi casa y no se me ocurre otro sitio que no sea el bar. Un poco de alcohol siempre ayuda. Además en el Bada Bing solo suele haber tres o cuatro cervezas pegadas a sus respectivos espectros cuyas neuronas permanecen incomunicadas unas de otras desde los ochenta. Allí estaremos bien por un rato.
—¿Qué coño pasa aquí? ¿Por qué hay tanta gente?
—El Paquito, que ha puesto la birra a 1€ y las copas a 2 con 50 —me dice un borracho fumando en la puerta que nunca me dirigió la palabra.
—Fede, yo casi que me voy a dar un paseo. No me apetece que me vea tanta gente con esta cara. Podríamos ir a otro sitio.
¿A otro sitio? Me encantaba este sitio. Era deprimente. Ahora solo hay bullicio. El gordo de Paquito me ve y sonríe el muy cabrón. Me joderá buscar una alternativa… Pero no será hoy. Las habichuelas de este medio día no van a venir tan mal al final.
—¿Por qué no esperas un segundo fuera? Vuelvo ahora mismo.
Se me dibuja una sonrisa al imaginarme la cara de Antsa cuando salga toda esta gente con las manos en la cara y los ojos llorosos. Bajo las escaleras del antro dándome golpecitos en el estómago para ir aligerando. Me dirijo a la barra esquivando parásitos hasta ponerme al lado del típico cuarentón que solo vuelve la cabeza para burlarse del que entra por la puerta. Lo cojo por el hombro.
—Hola amigo, ¿cómo vas hoy?
—Anda si parece que el señorito está hoy por la labor de saludar y todo… Llevas 5 o 6 años viéndome aquí y es la primera vez que me diriges la palabra. Algo quieres y no, no te voy a invitar.
—Joder macho. ¿Qué clase de persona te crees que soy? Solo quería saber cómo te iba…
—Pues estoy igual que ayer a estas hor… ¿Pero qué coño? ¡Joder qué peste!
Entonces me alejo de él señalándolo y levantando la voz:
—¡Joder Manolo, eso no se hace! Con la de gente que hay aquí… ¡Serás gorrino!
En seguida se comienzan a manifestar las reacciones de la gente de alrededor a la par que el semblante del gilipollas éste se retuerce. La verdad es que hoy me he lucido. Me está dando asco hasta a mí… La pareja de hipters que hay a nuestra derecha también le está recriminando a Manolaco, o como mierda se llame, su supuesto desliz. Es el momento justo en el que aprovecho para esfumarme escaleras arriba con las 2 cervezas de los barbas recién pedidas y dejando un rastro de humo imperceptible a la vista pero altamente perceptible al olfato.
—Toma una birra anda. Y observa como se va haciendo hueco para nosotros ahí abajo.
—¿Qué has hecho para que la gente salga así? Bueno, mejor no preguntar… Bueno, si quieres nos quedamos un rato en algún rincón donde no haya nadie.
—Yo me esperaría un poco para bajar, pero si insistes…
Nada más pisar el primer escalón veo a Manolaco señalándome y hablando con Paquito. Esto se escapaba de mi plan. Para un día que no quiero gresca…
—¡Eh, rata asquerosa! ¡Hoy si que te has pasado, colega! —me dice Paquito echándose la bayeta al hombro y dando la vuelta para salir de la barra.
—Paquito, colega, yo no he hecho nada, te lo juro. Habrá sido Manolaco, que míralo, se habrá hinchado a estofado este medio día y ha cogido aire.
—¿Será posible, el gilipollas este? ¡Y no me llamo Manolo! —dice «Manolo» dando un golpe en la barra y haciendo ademán de venir también a por mí.
—Creo que deberíamos irnos, Fede —susurra Antsa mientras los dos damos media vuelta en perfecta coordinación para salir echando leches del bar.
—Llevas razón. Creo que dos gordos contra mí va a ser demasiado.
Andamos rápido hasta doblar la primera esquina.
—Por lo menos tenemos dos cervezas gratis. ¿Cómo te encuentras?
—Mejor, gracias.
—Mira, sabes que nunca me meto en nada, no me gusta preguntar, pero creo que me lo debes. Me he cagado en un bar solo para que te sintieses mejor, jaja. Es broma. Pero creo que te vendría bien desahogarte.
—Me robaron todo el dinero de la semana, unos niñatos de mierda. Luego no pude rendir cuentas, ¿se dice así? No pude rendir cuentas al club, intenté escaparme pero me pillaron…
—No sabía que tendrías que rendir cuentas a ningún club…
—¿Y cómo crees que vine aquí? No tengo a nadie. Todo fue una mentira. Llegaron con sus trajes. No teníamos para comer, mis padres no podían sacarme adelante. Les prometieron que tendría un trabajo digno y un porvenir… Cuando llegué aquí lo único que me encontré fueron habitaciones oscuras, cámaras de fotos y hombres blancos abusando de mí. Yo era una niña Fede, si supieras por todo lo que he tenido que pasar…
Sus ojos llorosos inundaban sus mejillas a la vez que mi rabia impregnaba mi cuerpo, el asfalto, el aire… Expandiéndose como la bomba de Hiroshima. Mi sangre hervía como lava… ¡No es justo, joder! ¡No es justo!

MIERDA EN LOS BOLSILLOS. (8. A ninguna parte)

No estoy acostumbrado a pasear a plena luz del día. Demasiado bullicio. Pero es que tampoco quiero volver a casa.
Entro a un chino y compro una lata de cerveza. Me araña la garganta y me encanta. Enciendo un cigarro. Debería volver a casa y sacar a ese puto anciano de un puñado, pero la verdad es que no tengo fuerzas. Supongo que se arreglará solo. Sí, definitivamente es la mejor decisión. No sé porqué estoy tan preocupado. Dejemos que la suerte hable. Me encanta el azar, creo que por lo general dejamos poco protagonismo al azar en nuestras vidas, así nos va… Así me va a mí… Qué de tonterías se me ocurren, señor…
Miro las caras de los pobres desgraciados que me cruzo de frente. Todos con sus jetas de amargados crónicos, con las pupilas invisiblemente encadenadas al teléfono móvil, con un ritmo de vida tan vertiginoso que la sensación que les da es que los años cada vez pasan más rápido, pero puede que lo que ocurra en realidad es que cada año, casi sin quererlo, tengan la mente más ocupada. El aburrimiento, esa es la clave. Falta aburrimiento. La gente cuando se aburre es creativa, inventa cosas. Pero tenemos mil y un entretenimientos para bloquear la creatividad, a cuál más absurdo. Yo voto por la santificación del aburrimiento. Ponerlo obligatorio. Una horita de aburrimiento señores, a ver si sacamos algo en claro de lo que estamos haciendo con nuestras vidas. O puede que a eso a lo que yo llamo aburrimiento, algunos lo llamen meditación. Aunque mi nombre me gusta bastante más. La próxima vez que me aburra le buscaré las siete diferencias.
De repente, sin esperarlo, y sacándome de mi letargo, se abre un portal justo cuando paso por delante. Alguien se abalanza sobre mí tirándome al suelo. Salgo de mis pensamientos casi al instante del susto.
—Disculpe, lo siento.
No puedo contestar, no sé si por mi falta de costumbre o porque la chica es guapísima. Sencillamente es un ángel, de los que de vez en cuando te cruzas disfrazado de belleza o de bondad. A eso me refería. Hay ángeles por todas partes, aunque yo creo tener un repelente natural que no les deja acercarse. Este ha tenido mala suerte o tiene el olfato trastornado.
Le cojo la mano para levantarme y le doy las gracias sin pensar.
—¿Por qué me das las gracias? —me dice, con una sonrisa radiante con un toque vergonzoso que me desconcierta un poco más si cabe.
—Por alegrarme el día.
Sigo mi camino, sin mirar atrás, hacia ninguna parte. Como decían los padres de una chica con la que salí cuando éramos chicos: «a esta chica no le conviene juntarse con alguien como tú». Música para mis oídos. Y entonces caigo en la cuenta. ¿Por qué estoy tan preocupado? Yo solo me preocupo por las cosas más insignificantes, las cosas más banales. Con esta actitud me estaba pareciendo al tipo de persona que tanto detesto. Me asquea mi ser ahora mismo como ninguna otra cosa. Ese no soy yo. Yo lo que suelo hacer es dejar que la vida me sorprenda y que los acontecimientos remuevan mis mugrientos sentimientos hasta hacerlos estallar en las más diversas formas. Siempre he sido un ser salvaje y ahora, algo dentro de mí ha querido civilizarme. Pero me queda grande el collar. Me prometí a mí mismo no ser demasiado humano y casi la cago. A tomar por culo.
Me ha costado un gran paseo con su respectiva reflexión pero ya casi llego a casa. Me duelen las piernas. No estoy hecho a caminar tanto… Doblo la esquina y veo una figura femenina sentada en el portal con la capucha de la sudadera puesta, mirando hacia abajo. Todo el mundo tiene problemas, la actitud al afrontarlos es lo que diferencia a las personas. Actitud y nada más.
—¿Fede?
—Antsa. ¿Dónde has estado? ¿Estás bien?
—Lo he dejado Fede. Y no sé dónde ir.
Tiene la cara destrozada. Ni siquiera había vuelto la cabeza hacia mí, pero algo me decía que eso no era lo que más le dolía. Será mejor no preguntar.
—No seas tonta. Sube y quédate el tiempo que quieras. O el que puedas resistir…
Al entrar en casa se escuchan unos golpes continuos procedentes del cuarto de baño.
—¡¿A mí me vas a llamar embustero?! —se escucha de repente, seguido de las típicas carcajadas alocadas de mi padre.
—¿Qué pasa aquí?
No debería haber preguntado… Me asomo y veo al hermano Eustaquio vaciando un saco de hielos en la bañera, que a la vez llenaba de agua fría y a papá descojonándose sentado en el váter con su lata de cerveza, echado hacia atrás.
—Hijo, hijo, no te lo pierdas. Jajaja. El pájaro loco este dice que en la guerra estuvo metido en un lago helado durante veinte minutos sin moverse para que no lo descubriesen. Jajaja. Le he ofrecido un euro por cada minuto que aguante y dice que este mes le voy a tener que dar la paga entera. Jajaja.
Bueno, miremos el lado bueno. Por lo menos sé que tiene paga.
—Ve a por los otros cinco sacos de hielo, palurdo y deja de reírte. ¡Vas a tener que pedir un préstamo!
—Fede, tío, ¿no dejarás que se meta ahí ese anciano?
—Dejemos fluir los acontecimientos. Con suerte se congela y deja de blasfemar.

MIERDA EN LOS BOLSILLOS. (7. Eustaquio)

Llueve fuertemente y a mí me encanta cuando el suelo, habitualmente gris y áspero, brilla con una espectacularidad máxima. La gente no parece darse cuenta. Yo tampoco me había dado cuenta hasta que mi padre, cuando era niño, me enseñó a apreciar ese encanto que deja el agua sobre el suelo.
—Mira hijo, la gente no se para a verlo, porque siempre llevan prisa. Son borregos. No se dan cuenta de la belleza que hay en esta lluvia platina. Incluso se compran espejos. ¡Serán ineptos! ¿Hay algo más bonito que tu reflejo en un charco? Pues la gente se compra espejos hijo. ¡Espejos! Dejando pasar el grandioso espectáculo que se forma con la conjunción de un charco, el viento y tu reflejo. La vida distorsionada es mucho mejor que la vida simplemente, o por lo menos es más divertida.
Yo no sabía de qué coño hablaba, pero con el tiempo me he dado cuenta de que mi persona, mi forma de ser y de pensar se deben en buena parte a esas paranoias de mi viejo. Claro está que, la locura ha hecho mella en él y se ha ido haciendo más abstracto, pero sigue siendo alguien insustituible dentro de mi formación personal.
Ahora no puedo dejarlo tirado, aunque aguantarlo va a ser un estrés continuo. Con lo que valoro yo la tranquilidad… Lleva un día y medio en casa y todavía no ha dicho nada coherente. Menos mal que se ha ido a buscar a no se quién o no se qué, porque me va a volver majareta al final. Empiezo a pensar que sus trescientos mil submundos internos sean contagiosos.
Al final con la tontería sí que voy a tener que buscarme un curro, porque con la mierda de mi viejo ya no puedo alquilar la otra habitación. Estoy jodido. Lo único que espero es que el cabronazo tenga algún tipo de paga por estar así de lo suyo.
¡Ding dong!
Ya está aquí…
—Hola hijo, este es Eustaquio. Es un gran amigo mío. Se quedará con nosotros porque no estaba muy a gusto en la mierda esa de sitio donde dejan morir a los ancianos de asco y aburrimiento, o los venden a los reptilianos los martes por la tarde. Es un sitio peligroso. Se queda con nosotros. No te preocupes, he comprado una cama hinchable para llenarla de agua porque el aire es demasiado… gaseoso, ya sabes, y el médico dice que sufre de gases, así que vamos a quitarlos de en medio. Dormiremos los dos en el cuarto que te sobra.
De repente veo entrar detrás de mi padre a un hombre de unos ochenta años con un garrote, una maleta de mano de la Primera Guerra Mundial y una funda de escopeta al hombro (espero que vacía). En su juventud debió ser más alto, ya que va muy encorvado y con las piernas abiertas como si fuese escocido.
—¿No será comunista? —le pregunta a mi padre mientras entra en casa sin mirarme a la cara ni un segundo.
—No creo… Creo que es defensor de la libélula salmantina y del macaco tailandés.
¿Qué se tomaría mi abuela durante el embarazo? Es una pregunta que siempre me he hecho.
—Papá, ¿quién es este señor, cómo que se queda aquí, de qué coño hablas?
Míralo, el cabrón, como utiliza su déficit de atención cuando le sale de los huevos. Cierro la puerta detrás de mí y cuando me doy la vuelta veo a mi padre colocando la punta de la manguera en el grifo de la cocina.
—¿Qué coño haces ahora?
—No querrás que Eustaquio duerma con el colchón desinflado.
Y mientras desenrosca la manguera y se dirige a la habitación, veo al otro energúmeno totalmente en cueros metiéndose en el baño. Se escucha la tapa del váter seguido de una pelfa de unos 10 segundos de duración de tipo metralleta. Espero que le haya llegado a sentarse… A los pocos segundos se le escucha renegar desde dentro:
—¡Esos son los cochinos que vienen aquí, a nuestra patria a quitarnos el trabajo y a follarse a nuestras mujeres! ¿Dónde está mi escopeta?
De repente se abre la puerta y vuelve a salir completamente en bolas quitándome de en medio de un zarpazo. El baño huele a anciano muerto. A lo mejor si es verdad que en esa residencia los quieren matar, pero a base de potajes. Me asomo a la ventana y veo a Cristian, el vecino ecuatoriano del bloque, que mira hacia la ventana de mi baño extrañado.
—¡Lo siento Cristian!
—¡Quita de ahí anarquista! ¡He de acabar con los intrusos!
—Eustaquio sea usted razonable…
¡Puuumm!
¡Hostias, el hijo de puta del viejo me ha disparado a bocajarro en el pierna! Me caigo al suelo retorciéndome por el dolor… Y mientras se dispone a cargar el arma otra vez aprovecho para quitársela de un tirón y salir del aseo atrancando la puerta. Menos mal que la munición es sal gorda…
—¡Papá, el viejo este hijo de puta ha intentado matarme!
—Fede, ¿es que no le has dado las pastillas a Eustaquio? Se altera un poco si no se las das.
—¿Un poco? ¡Me ha disparado!
—Abre que le de las pastillas, verás como se calma.
—Yo me largo. Voy a tirar esta escopeta al contenedor ahora mismo. Y cuando vuelva espero que ese puto loco de ahí adentro esté en su residencia o en la calle o en la puta cárcel, pero aquí no. ¿Me has entendido papá, me has entendido?
—¡Dame mi escopeta, comunista! ¡Te mataré a ti y a todos los de tu calaña!
Suelto la manivela y salgo corriendo hacia la puerta de la calle. La cierro tras de mí y suspiro fuertemente. Joder, me acaba de disparar un anciano en mi propia casa. Tengo que darle giro a este artilugio del demonio y ver como saco a ese loco del piso. Mamá no exageraba. Mi viejo está para encerrarlo y sus coleguitas parece que no se quedan atrás. Como duele, joder.

MIERDA EN LOS BOLSILLOS. (6. Centinelas)

A veces, una vida insípida y sin el más mínimo aliciente se puede convertir, en pocas horas, en un juego de azar en el que no se tiene ni la más remota idea de cómo acabarás. Como en la ruleta rusa, la suerte o la casualidad pueden cambiarlo todo, es decir, te puede tocar la bala.
Mi tendencia a la autodestrucción y a la quejera eterna hacen que cualquier pluma que se pose en el frágil cascaron que envuelve mi pequeño mundo interno desquebraje un poco más dicha capa de protección que cuida, sin mucho éxito, mi castigada cordura. Es como la sábana en la que te proteges cuando eres niño. Que parece que sí, pero como haya alguien fuera de verdad, estas jodido. A veces pienso que cuando nací no traje un pan debajo del brazo, si no un letrero enorme con la palabra «frágil». Aunque creo que nadie se molestó nunca en leerlo, ni siquiera yo mismo.
Quizá debería buscarme un trabajo que no me dejase tiempo para pensar y hacerme daño. Un trabajillo de 8 horas que me tenga distraído y que al llegar a casa estuviese tan cansado que no tuviese ganas de cuestionarme nada y solo desease acostarme, para estar, al día siguiente, bien despierto para realizar de nuevo mi tarea. Y aprovechar los fines de semana y el mes de vacaciones para descansar. Y ganar mil eurillos para tener para mis cosas. Y ahorrar para comprar un coche nuevo, y apuntarme al gimnasio para sentirme atractivo, buscarme una novia y tener churumbeles. Y a trabajar. Porque todo lo que he conseguido hay que mantenerlo y porque el préstamo no se paga solo y porque cuando deje de hacerlo tendré setenta años y tendré el tiempo, pero no la salud ni la juventud para disfrutar de la vida… ¡Una buena mierda! Me estaría traicionando a mí mismo. Un peón más, una pieza más del engranaje en el que nos vemos obligados a formar parte. Pero, ¿qué otra alternativa hay? Al final, de una manera u otra tienes que pasar por el aro… Está todo tan bien formado, tan bien estructurado… Si pudiese sobrevivir sin necesidad de alimento, sin necesidad de una manta que me abrigue… El comer todos los días es lo que nos mata al fin y al cabo. Esa es la verdadera cruz.
Pienso demasiado. Además ni siquiera sé si llevo razón en nada de lo que pienso. ¿Cómo voy a convencer a nadie si el primero que duda de mí mismo soy yo? Pero es que lo veo todo tan claro… Puede que entre de lleno en ese 99,9% de humanos que se creen en posesión de la verdad absoluta y mira que las aglomeraciones no me van mucho. Pero puede que por eso vea al resto de personas como mis enemigos, ya que todos están equivocados menos yo. O puede que con el simple hecho de cuestionarme esto salga de inmediato fuera de ese saco. O lo mismo simplemente es que soy gilipollas, que es una posibilidad que veo cada vez más factible. La única solución que le veo a este mundo es la extrema empatía, como yo me he atrevido a llamarla. Consiste, no tanto en ponerse en la piel del otro, que también, si no mandar al carajo al otro. Hacer que el otro no exista, que todo sea una unidad. Es decir, que si mi vecino pasa hambre, mi empatía sea tan extrema que sienta ese hambre como propia y no me queden más cojones que ayudarle. Y así con todo. Si al partirse la rama de un árbol nos doliese tanto como perder un brazo, entonces todo se solucionaría, porque en realidad esa rama es algo mío y lo mío no se toca.
A veces me gustaría salir de este bosque de asfalto y cemento, de esta asquerosa selva de hormigón. Me gustaría buscar el silencio perfecto entre aves y grillos, pero esta mierda de sitio con su mierda de gente me atrae al igual que me repele. Le tengo tanto amor como asco. Me engancha el sonido de los borrachos y el olor a pan recién hecho de madrugada.
Ahora me siento sólo, me encanta. Me siento tan sólo que lo único que quiero es escuchar mi respiración. Necesito un trago. Me encanta esa sensación de ser de los pocos seres humanos que permanecen despiertos, al acecho, vigilando. Soy de esos pocos centinelas que se quedan con los cinco sentidos alerta mientras el resto duerme, por si al cielo le da por lanzar estrellas como chuzos de punta. Me gustaría ser el primero en sonreír cuando los asteroides traspasen el corazón de esta preciosa bola azul que hemos destruido mis semejantes y yo. ¡Insectos bastardos! Seguro que tenemos algún artilugio para desviar las piedras espaciales… Hasta para eso somos un truño de especie…
Salgo al balcón y observo. Es domingo, pero el Raúl, el peluquero abre la persiana mirando hacia los lados. Llama a una señorita que se encuentra en su coche y rápidamente cierra la persiana al entrar ella. Qué granuja el Raulillo, y eso que su mujer no está nada mal después de haber tenido tres chiquillos. Cada persona tiene sus líos. No solo yo tengo los bolsillos de mierda hasta arriba… En fin, tratemos de seguir respirando mientras nos salga automáticamente.

MIERDA EN LOS BOLSILLOS (5. ¡Sorpresa!)

—¡Fede! Llevan llamando al timbre veinte minutos. Quién quiera que sea creo que no tiene ninguna intención de irse…
—Joder, me va a estallar la quijotera, ¿qué hora es?
—Las tres de la tarde. Yo me voy a ir ya. Gracias por todo, eres un sol —me dice Antsa mientras coge su bolso y mete su móvil en su interior. Se dirige hacia la puerta de la habitación, se gira y dice:
—Ah, por cierto, deberías mirar en el cuarto de baño antes de nada —mientras vuelve a sonar el timbre de la puerta.
Salimos juntos. Parece que las chicas se han marchado. Abro la puerta… Me gustaría tener un espejo para ver mi rostro boqueabierto y perplejo. Antsa es el espejo que necesito, pues cuando ha visto mi cara de espanto ha salido escaleras abajo, esquivando las dos figuras que se encuentran plantadas en la puerta.
—Sabía que estarías aquí. Es demasiado temprano para estar en el bar. Pero, ¿qué porquería es ésta? ¡Por Dios santo! Lástima de años que pasé enseñándote modales. ¿Pero de qué ha servido mi ejemplo? Señor, ¿por qué me castigas de esta manera? ¿Y quién era esa mulata pelandrusca?
—No hay más señor que una rana vestida de traje en medio del Corte Inglés. Retoño mío, ven que te bese en los morros, que están los cencerros a punto de replicar. Hoy nos tiempla, si no al tiempo, socio.
Sí, ese hombre de setenta años, bajito y delgado, con el pelo blanco y alborotado que acaba de hacer esa afirmación tan coherente es mi padre. Tiene la mirada algo más pérdida que de costumbre, incluso el mentón se le pronuncia más hacía a fuera, ¿o es cosa mía?
—Pero mamá, ¿qué coño…?
—¡Esa boca, maleducado! ¿Quieres que te rompa la cara como cuando eras chico?
Y esta mujer que me trata con tanto aprecio después de tanto tiempo sin verme es la señora que me echó por el seto, con su vestido azul con flores rosas, bien estrecho y un moño en tres alturas tintado de rubio.
—¿Qué hacéis aquí?
—Yo ni voy a entrar, por no coger más disgustos. Aquí te dejo a tu querido padre, yo ya no puedo más.
Bueno, sí, eso lo dice mientras mi viejo ya está dentro intentando coger las braguitas de la lámpara con el bolígrafo que siempre lleva en el bolsillo de su camisa.
—¿Qué ha hecho ahora?
—¿No eras tú el que estaba en contra de encerrar a ese chiflado? Ayer se jugó las llaves del coche en una partida de póker, y por supuesto las perdió. Aquí te quedas con él. No trae maleta porque todas sus cosas están en el cubo de la basura—. Suspira —con el tiempo que llevábamos planteando ir a ver a tu abuela… y llega el ceporro este y pierde el coche. Yo no puedo más. Yo no sé qué he hecho para merecer esto.
—Ya… pero… ¿qué hago yo con él?
—Cariño —me dice mi madre mientras me acaricia la cara —acabarás encerrándolo en un psiquiátrico. Si lo llego a hacer yo no me lo habrías perdonado. Os estoy dando una lección a los dos.
Vuelvo la vista, todavía confundido, mi padre está sentado en el sofá apurando el culo de un botellín de cerveza que había a los pies del sofá, le echa un trago y lo escupe acto seguido.
—¿Pero por qué utilizáis los botellines de cenicero? ¿Qué va a ser lo próximo, comeros la sopa con tenedor? Y luego toda la culpa a los críos.
—En fin…voy a entrar al baño un momentito y me voy.
Observo cómo mi madre pasa por delante de mí con la mano en los ojos, dejándose libre la visión solamente donde va pisando, dando pasos pequeñitos hasta la habitación. Me puedo imaginar lo que va pensando. Yo creo que no le haría falta hablar, es un complemento que le puso Dios ahí para hacerla aún más insoportable. Porque con las caras y los gestos se le entiende perfectamente.
—Pero, papá, ¿qué has hecho? La has liado bien esta vez.
— Hijo, no sufras, aquí está tu padre para cuidar de ti. Lo primero que vamos a hacer es cortar el cable de la tele para que no te coman la cabeza los de las noticias, como odio a los presentadores esos… Los alienígenas, hijo, esos son los dueños del cortijo.
—¡Aaaaahhhh!
—¡Papá no cortes nada, estate quieto un momento que voy a ver lo que le pasa a mamá!
Salgo corriendo hacia el baño y cuando llego veo a mamá con las manos en la cara.
—Mira… ya mearé en la estación de tren, o en algún bar de mala muerte de este barrio del demonio…
Miro hacia el interior del cuarto de baño con intriga y comprendo a mamá de inmediato… Joder, Gustavo… ¿En serio tienes que estar abrazado al váter cuando mi madre va a entrar a mear?¿En serio tiene que venir mi madre justo hoy? ¿Qué más puede pasar? Repaso con la vista mientras saco a mi madre de aquel vertedero lleno de fluidos inmundos procedentes de un solo ser humano, podrido y claramente reventado por dentro. Está todo lleno de vómito, incluidas las cortinas de la ducha, bueno… todo menos el váter… Y todavía tiene los santísimos huevos de levantar la vista engendrada de raíces de color rojo sangre y alzar la mano con un dedo arriba como saludando el tío…
—Mamá, el otro baño a lo mejor… Bueno no, da igual, no vaya a ser… Bueno, espera, que lo compruebo.
—Déjalo, hijo, esto es lo que me faltaba hoy para terminar de ponerme de los nervios, que sabes como los tengo… Y me das estos disgustos…
—Pero yo qué sabía…
—Déjalo, te quiero, hijo, aunque no sé porque…
Tómalo. Y sale andando con su cabeza bien alta como si se le fuese a salir el cuello del sitio cruzando el umbral de la puerta sin mirar atrás.
—Tanta gloria lleves como paz dejas —suelta mi padre arrodillado en el suelo empezando a cortar el cable de la tele con el cuchillo de cocina.
—Joder, papá…
—Ale, se acabaron las noticias y los presentadores de chichinabo. Ahora hay que subirse al tejado a arrancar la antena y ya estamos a salvo.
No me salen las palabras, me siento en el sofá e intento asimilar todo lo que acaba de acontecer. Eso se me da bien, aunque se me da mejor hacerlo borracho que de resaca, esa es la verdad.

MIERDA EN LOS BOLSILLOS (4. Sobresalto)

Estamos en guerra, estamos dentro de una nave enorme, fuera hay gente que nos dispara, intentamos mantenernos a salvo dentro, pero son demasiados, van a entrar. Suena el timbre, ¡no vamos a abrir, cabrones! Sigue sonando el timbre insistentemente. Mi campo de visión se vuelve negro. Me duele la cabeza… ¡Que alguien pare ese sonido del infierno que me está taladrando los sesos!
Me despierto de repente y en mi oreja suena el móvil. Intento aclarar mi vista para ver quién coño me llama a estas horas de la madrugada. Antsa, ¿qué querrá?
—¿Qué pasa? —le digo automáticamente.
—¡Fede, por favor, tienes que venir a por mí! Estoy al lado del campo de fútbol, en la calle de abajo donde ponen los puestos del rastro.
—Tía, ¿sabes qué hora es? Llevo una semana llamándote.
—Por favor, ¡necesito ayuda!
—¡Joder, voy para allá! En diez minutos estoy allí. No te preocupes, que ya voy.
Me vuelvo a aclarar la vista. Estoy en el sofá, con una chica rubia un poco regordeta que está vestida con unas bragas rojas y una camiseta azul marino únicamente. Parece estar en coma. Busco las llaves del coche. También yo estoy en ropa interior. Me visto y salgo pitando hacía mi coche.
Voy conduciendo en un estado medio hipnótico. Supongo, causado por las drogas que tomamos anoche, o hace un ratillo, porque no me había planteado ni la hora que era. Son las 6:05 de la mañana.
Llego al punto de encuentro y allí está Antsa, sentada en la acera con la cara ensangrentada. Creo que tiene la nariz rota. Paro el coche y abro la puerta del copiloto.
—Vámonos de aquí, por favor.
—¿Quién coño te ha hecho eso?
—Sólo llévame a un sitio donde pueda descansar, por favor.
Antsa es una chica fuerte, no ha soltado ni una lágrima, pero por su tono de voz y por su cara noto que algo gordo ha pasado. Yo no sé qué decir, así que me limito a conducir y llevarla a casa para que descanse. Ya le preguntaré mañana por lo sucedido.
Llegamos al piso. Ella parece que tampoco quiere preguntar por lo sucedido aquí. La chica rubia permanece en estado pseudoterminal en el sofá y decido ponerla de lado para que no se ahogue con su propio vómito. La mesa se encuentra cubierta de latas de cerveza, chustas, colillas… La alfombra de debajo tiene un extremo quemado. Un buen cacho que todavía no alcanzo a comprender cómo no se ha extendido hasta quemarnos vivos a todos. Quizá la cerveza, o lo que fuese aquello que se desparrama a sus anchas por la superficie de la mesa, nos salvase la vida. En la lámpara del pasillo hay colgadas unas bragas blancas con dibujitos amarillos… ¿Qué coño pasó aquí anoche?
Abro la puerta de mi habitación. No quiero ni mirar. Me esperaba lo peor, pero todo parece estar en orden. Ni siquiera la cama está deshecha. Sobre ella, duerme boca arriba otra chica con el pelo largo y negro, bastante atractiva, a pesar de estar boca arriba con la cabeza colgando hacía atrás por un lado de la cama, mirando hacia la puerta.
La zarandeo para que se despierte y salta como si la hubiese despertado el mismísimo demonio. No había visto a nadie incorporarse con tal destreza y rapidez. Sobre todo de resaca.
—Ey, amiga, tranquila. Mira, resulta que ésta es mi habitación. No te estoy echando, pero necesitamos un poco de intimidad, ¿vale? ¿Te importaría salirte al salón a descansar o a ayudar a tu amiga para que no deje de respirar?
Sin mediar palabra, coge su ropa y se marcha por la puerta.
—Por cierto, ¿dónde está Gustavo? —le grito mientras supera la mitad de pasillo.
—Ni idea, yo no lo he visto salir.
Bueno, siempre ha sido un poco imprevisible, la verdad.
Deshago la cama para que Antsa se acueste. Sigue sin decir nada. Yo me pongo a su lado. Ella se tumba de costado dándome la espalda. Yo me quedo sentado con los codos apoyados en las rodillas. Me enciendo un cigarro. ¿Quién cojones le habrá hecho eso? Habrá que averiguarlo.

MIERDA EN LOS BOLSILLOS (3. Por fin de noche)

Se acabó el partido.
—Jefe, cóbrame.
—Han sido tres cervezas. Serán seis euros caballero —responde el camarero, mientras está secando un vaso con un trapo.
—Aquí tiene.
—Gracias.
Parece que me ha sentado bien salir. La esquina del bar también me gusta de vez en cuando. Voy a coger el coche y acercarme a ver a Antsa, que hace tiempo que no me paso. Arranco mi cacharro de Seat Málaga con más años que el sol y me dirijo hacia un polígono donde hay un centro comercial. Paso por la zona donde se encuentran las chicas. Voy lento para ver si localizo a Antsa, pero no lo suficiente como para que se acerquen.
Qué raro, no la veo. Estará con alguien. Daré la vuelta y preguntaré.
Vuelvo a entrar en la calle y freno el coche en cuanto veo un grupo de tres o más. Se me acerca una chica bajita, con unos tacones peligrosamente altos, pelirroja de tinte y el flequillo paralelo a los ojos, a la altura de las cejas.
—Hola, guapo —me dice en cuanto bajo la ventanilla con un acento que parece ser ruso.
—Busco a Antsa. ¿La conoces? Es una chica negra de Senegal, creo.
—Creo que te vas a tener que conformar conmigo, cariño, porque la negrita hará una semana que no viene por aquí.
—¿De verdad? ¿Sabes dónde la podría encontrar?
—No tengo ni idea. ¿Vas a querer que me monte o no? —dice mientras se apoya en la ventanilla inclinándose sobre sus brazos.
—Oye, ¿y alguna de tus amigas no tendrá su teléfono por casualidad?
—Joder, tío, estoy perdiendo el tiempo contigo. Voy a ver.
Se da media vuelta y se dirige hacia las otras dos chicas. A los dos minutos vuelve mirando un teléfono móvil con la pantalla encendida que lleva en su mano derecha. Con la otra se sujetaba la correa del bolso.
—Apunta anda—. Me dicta el número, y yo lo apunto.
—¿Vas a querer que me suba al coche?
—No, gracias. Tengo algo de prisa.
—¡La próxima vez te va a dar el número tu puta madre! ¡Maricón! …
Los insultos se van diluyendo conforme me alejo de ella, al mismo tiempo que escucho un gran peñonazo en la luna del coche. Pues otro golpecito más para el carro de los Picapiedra… ¿Dónde coño se habrá metido esta mujer? ¿Le habrá pasado algo? Esta noche me apetecía estar con ella. Voy a llamarla. Por lo menos da señal… Pero no descuelga. Joder, que mierda.
Hay veces, pocas, la verdad, en las que me viene bien la compañía, aunque sea con un desembolso económico. Bueno, como Antsa es buena chica empezó a no querer cobrarme por su tiempo al darse cuenta de que mis intenciones no eran las mismas que las que tienen sus demás clientes. Aunque yo insisto. Me encantó la cara que puso la primera vez que la cogí, me fumé un cigarro al lado suya, le pagué y me fui sin mediar palabra. Las siguientes veces parecía tener un poco de recelo porque no entendía a dónde quería yo llegar con aquella actitud tan poco convencional. Hasta que se dio cuenta de que solo soy un inofensivo trastornado.
Me voy al Bada Bing. Mi local favorito. En ese antro siempre he estado a gusto. Aunque últimamente no estoy muy bien visto por allí.
Aparco. Para acceder hay que bajar unas escaleras, es como un sótano oscuro y húmedo. Entro en el bar. Me pongo en la esquina de la barra más cercana a la puerta. Hoy no hay mucha gente, como de costumbre. Me gusta venir aquí.
—Paquito, anda, ponme un tercio bien fresquito.
—¿No tuviste suficiente la otra noche, no? —me responde el camarero poniendo las dos manos sobre la barra.
—Vamos, Paquito, vengo en son de paz. Dame el puto tercio.
—¿Tienes dinero, maldita rata? ¿Por qué no te vas a otro sitio? ¿O es que le has cogido el gusto a que te eche a patadas?
Esta última pregunta la suelta junto a una sonrisa irónica casi desdentada, mirando al grupo de puretas que hay a mi derecha, a cierta distancia. A lo que los borregos contestan con unos pequeños sonidos que pretenden ser carcajadas. Ni siquiera me molesto en mirarlos. Me encanta este sitio, siempre pasa algo interesante.
—Parece que estuviste entretenido limpiando el zurullo que había en la tapa del váter— le digo, sin dejar de mirar el careto de tontorrón que tiene.
—¡Eres un puto cerdo! ¿Quieres que te eche otra vez?
Ya estaba cogiendo carrera cuando aparece la camarera.
—¿Quieres dejarlo ya, Paco? Parece que te gusta a ti más que a él. Ponle la cerveza y no le hagas caso.
—Menos mal que hay alguien con dos dedos de frente en este sitio. Gracias princesa —le digo mientras ella llena dos vasos de Brugal y los mezcla con Coca-Cola, sin mirarme.
—No te estoy defendiendo, asqueroso. La mierda te la podías haber ahorrado. Solo quiero tranquilidad. Y como la líes, te voy a echar yo, y te aseguro que va a ser peor que la última vez.
—Joder, qué carácter… Me portaré bien —le contesto mientras me revuelco en mi satisfacción de ver al gordo de Paquito destapando mi tercio que resuda de alegría, al igual que yo.
Al cabo de 5 o 6 tercios decido levantar la vista de ese trozo de madera al que llaman barra y mirar a mi alrededor. Cerca de mí hay un hombre de unos 50 años. Su pelo es canoso y tiene una buena panza cervecera. Siempre está por aquí, aunque nunca me detuve a conocerlo, ni falta que me hace. Está charlando tranquilamente con una mujer un poco más joven que él y que parece un tanto más borracha también. La verdad, me importa una mierda de qué hablen. Más allá veo a otro hombre, puede ser mi día de suerte, pues creo que es el Guanche. No distingo muy bien con la luz pero creo que es él. Me levanto y me acerco para comprobarlo.
Gustavo, el Guanche, es un personaje un tanto peculiar. Es canario, tendrá unos treinta y pocos, muy delgado, siempre va con una gorra con la visera doblada y sus gafas de culo de vaso. Cualquiera que no lo conozca se reiría de él por la cara de tonto que tiene, pero todo el mundo lo conoce. No cuadra su profesión con lo buena persona que es. Siempre pensé que era una estrategia para captar clientes, pero con el tiempo me ha hecho dudar de este primer pensamiento. Es un camello más del barrio, pero la gente lo aprecia. Es verdaderamente inteligente. No creo que haya nadie que se lleve mal con él. Es el típico tío con el que da asco ir por la calle, porque lo va parando todo el mundo para saludarle. Su táctica no es fiar dinero por droga, sino que le vale cualquier cosa que pueda vender en las tiendas de segunda mano. El cabrón se quedó mi reloj por treinta euros de hierba, ¡pero qué hierba! Si pudiese robar un reloj igual, volvería a hacer aquel trato.
—Gustavo, colega, ¿cómo estás?
—¿Qué pasa, Fede? No te había visto, tío. Entre la oscuridad de este antro y que no veo una mierda…
—Yo tampoco te había visto, ya sabes que tengo la virtud de desconectar con facilidad. Hablando de desconectar, ¿sabes lo que me ayuda a desconectar? La hierba esa tuya. ¿Tienes algo para pasarme, amigo? Tú si eres un amigo. Sería capaz de ir a un juicio a defenderte, fíjate lo que te digo.
—Desde luego cómo te pones de pelota cuando quieres algo. Pues ahora mismo se me ha acabado. Tendré más la semana que viene. Tengo lo justo para mí, pero mira, podríamos irnos de este sitio, comprar algo de beber y fumarnos uno bueno por ahí. Sé de un par de amigas a las que les gustaría venirse.
—Es lo suyo, pero paso de pagar más multas por beber y fumar porros en la calle. Nos vamos a mi casa y llamas a tus amigas para que se traigan bebida de paso. Si no que no vengan.
—Venga, pues vámonos.
Nos levantamos y salimos del bar. Salgo detrás de él, pero cuando cruzamos el umbral de la puerta alguien me agarra del hombro con fuerza. Me doy la vuelta. ¡Es Paquito, el camarero!
—¿Ya te vas a ir sin pagar otra vez? —me suelta de repente escupiéndome en la cara una lluvia de salivajos que me obliga a cerrar los ojos y poner los codos delante para neutralizar el ataque.
—¡Ey tío, que hoy no me toca ducha, entre los tropezones del ácido ese que tienes como saliva y tu aliento me vas a destrozar la jeta!
—Tranquilos, señores. Paquito, apunta en mi cuenta lo que se haya tomado el tito Fede y mañana me paso a pagártelo.
Menos mal que interviene Gustavete evitando el bofetón a mano abierta que me venía directo a la nariz procedente del brazo derecho del gordaco de Paquito el camarero, que ya lo tenía cargado y apuntando.
—De acuerdo. No sé como lo haces, pedazo de mierda, pero tienes demasiada suerte últimamente.
Suerte dice… La suerte es una actitud, una energía que proyectamos nosotros mismos, la suerte se busca, y yo me la paso por el forro.
Me da un empujón echándome fuera, me tropiezo y voy dando traspiés un par de metros hasta que vuelvo a estabilizarme. Me giro y le señalo con el dedo, guiñando un ojo.
—A lo mejor el que tiene suerte eres tú, porque no sé cómo tu amigo el colesterol no te ha taponado las venas ya, ¡puto gordo, salvaje de mierda!
Hace un amago de venir hacia mí, pero al ver mi acto reflejo de querer salir corriendo se para en seco. Demasiado esfuerzo para él.
—Joder Fede, deberías dejar de meterte con Paquito, tiene pinta de tener ganas de mandarte al hospital de vacaciones unos días. El último recuerdo que te dejó creo que era bastante morado y te duró un par de semanas alrededor del ojo.
Qué buenos consejos me regala el Guanche siempre.
—Mira, hermano, todo el mundo debería tener un archienemigo para bajarle a la Tierra de vez en cuando. Se llama equilibrio natural. El ser humano necesita el conflicto para sobrevivir, yo tengo a Paquito para evitar poner una bomba en cada sede bancaria de este mundo y hacerlas estallar al unísono. Sólo mantengo mi sed de violencia entretenida, y así lo entretengo a él también. El tiempo que gasta en pensar cómo estrangularme, no se lo pasa comiendo bocatas de chorizo.