Se acabó el partido.
—Jefe, cóbrame.
—Han sido tres cervezas. Serán seis euros caballero —responde el camarero, mientras está secando un vaso con un trapo.
—Aquí tiene.
—Gracias.
Parece que me ha sentado bien salir. La esquina del bar también me gusta de vez en cuando. Voy a coger el coche y acercarme a ver a Antsa, que hace tiempo que no me paso. Arranco mi cacharro de Seat Málaga con más años que el sol y me dirijo hacia un polígono donde hay un centro comercial. Paso por la zona donde se encuentran las chicas. Voy lento para ver si localizo a Antsa, pero no lo suficiente como para que se acerquen.
Qué raro, no la veo. Estará con alguien. Daré la vuelta y preguntaré.
Vuelvo a entrar en la calle y freno el coche en cuanto veo un grupo de tres o más. Se me acerca una chica bajita, con unos tacones peligrosamente altos, pelirroja de tinte y el flequillo paralelo a los ojos, a la altura de las cejas.
—Hola, guapo —me dice en cuanto bajo la ventanilla con un acento que parece ser ruso.
—Busco a Antsa. ¿La conoces? Es una chica negra de Senegal, creo.
—Creo que te vas a tener que conformar conmigo, cariño, porque la negrita hará una semana que no viene por aquí.
—¿De verdad? ¿Sabes dónde la podría encontrar?
—No tengo ni idea. ¿Vas a querer que me monte o no? —dice mientras se apoya en la ventanilla inclinándose sobre sus brazos.
—Oye, ¿y alguna de tus amigas no tendrá su teléfono por casualidad?
—Joder, tío, estoy perdiendo el tiempo contigo. Voy a ver.
Se da media vuelta y se dirige hacia las otras dos chicas. A los dos minutos vuelve mirando un teléfono móvil con la pantalla encendida que lleva en su mano derecha. Con la otra se sujetaba la correa del bolso.
—Apunta anda—. Me dicta el número, y yo lo apunto.
—¿Vas a querer que me suba al coche?
—No, gracias. Tengo algo de prisa.
—¡La próxima vez te va a dar el número tu puta madre! ¡Maricón! …
Los insultos se van diluyendo conforme me alejo de ella, al mismo tiempo que escucho un gran peñonazo en la luna del coche. Pues otro golpecito más para el carro de los Picapiedra… ¿Dónde coño se habrá metido esta mujer? ¿Le habrá pasado algo? Esta noche me apetecía estar con ella. Voy a llamarla. Por lo menos da señal… Pero no descuelga. Joder, que mierda.
Hay veces, pocas, la verdad, en las que me viene bien la compañía, aunque sea con un desembolso económico. Bueno, como Antsa es buena chica empezó a no querer cobrarme por su tiempo al darse cuenta de que mis intenciones no eran las mismas que las que tienen sus demás clientes. Aunque yo insisto. Me encantó la cara que puso la primera vez que la cogí, me fumé un cigarro al lado suya, le pagué y me fui sin mediar palabra. Las siguientes veces parecía tener un poco de recelo porque no entendía a dónde quería yo llegar con aquella actitud tan poco convencional. Hasta que se dio cuenta de que solo soy un inofensivo trastornado.
Me voy al Bada Bing. Mi local favorito. En ese antro siempre he estado a gusto. Aunque últimamente no estoy muy bien visto por allí.
Aparco. Para acceder hay que bajar unas escaleras, es como un sótano oscuro y húmedo. Entro en el bar. Me pongo en la esquina de la barra más cercana a la puerta. Hoy no hay mucha gente, como de costumbre. Me gusta venir aquí.
—Paquito, anda, ponme un tercio bien fresquito.
—¿No tuviste suficiente la otra noche, no? —me responde el camarero poniendo las dos manos sobre la barra.
—Vamos, Paquito, vengo en son de paz. Dame el puto tercio.
—¿Tienes dinero, maldita rata? ¿Por qué no te vas a otro sitio? ¿O es que le has cogido el gusto a que te eche a patadas?
Esta última pregunta la suelta junto a una sonrisa irónica casi desdentada, mirando al grupo de puretas que hay a mi derecha, a cierta distancia. A lo que los borregos contestan con unos pequeños sonidos que pretenden ser carcajadas. Ni siquiera me molesto en mirarlos. Me encanta este sitio, siempre pasa algo interesante.
—Parece que estuviste entretenido limpiando el zurullo que había en la tapa del váter— le digo, sin dejar de mirar el careto de tontorrón que tiene.
—¡Eres un puto cerdo! ¿Quieres que te eche otra vez?
Ya estaba cogiendo carrera cuando aparece la camarera.
—¿Quieres dejarlo ya, Paco? Parece que te gusta a ti más que a él. Ponle la cerveza y no le hagas caso.
—Menos mal que hay alguien con dos dedos de frente en este sitio. Gracias princesa —le digo mientras ella llena dos vasos de Brugal y los mezcla con Coca-Cola, sin mirarme.
—No te estoy defendiendo, asqueroso. La mierda te la podías haber ahorrado. Solo quiero tranquilidad. Y como la líes, te voy a echar yo, y te aseguro que va a ser peor que la última vez.
—Joder, qué carácter… Me portaré bien —le contesto mientras me revuelco en mi satisfacción de ver al gordo de Paquito destapando mi tercio que resuda de alegría, al igual que yo.
Al cabo de 5 o 6 tercios decido levantar la vista de ese trozo de madera al que llaman barra y mirar a mi alrededor. Cerca de mí hay un hombre de unos 50 años. Su pelo es canoso y tiene una buena panza cervecera. Siempre está por aquí, aunque nunca me detuve a conocerlo, ni falta que me hace. Está charlando tranquilamente con una mujer un poco más joven que él y que parece un tanto más borracha también. La verdad, me importa una mierda de qué hablen. Más allá veo a otro hombre, puede ser mi día de suerte, pues creo que es el Guanche. No distingo muy bien con la luz pero creo que es él. Me levanto y me acerco para comprobarlo.
Gustavo, el Guanche, es un personaje un tanto peculiar. Es canario, tendrá unos treinta y pocos, muy delgado, siempre va con una gorra con la visera doblada y sus gafas de culo de vaso. Cualquiera que no lo conozca se reiría de él por la cara de tonto que tiene, pero todo el mundo lo conoce. No cuadra su profesión con lo buena persona que es. Siempre pensé que era una estrategia para captar clientes, pero con el tiempo me ha hecho dudar de este primer pensamiento. Es un camello más del barrio, pero la gente lo aprecia. Es verdaderamente inteligente. No creo que haya nadie que se lleve mal con él. Es el típico tío con el que da asco ir por la calle, porque lo va parando todo el mundo para saludarle. Su táctica no es fiar dinero por droga, sino que le vale cualquier cosa que pueda vender en las tiendas de segunda mano. El cabrón se quedó mi reloj por treinta euros de hierba, ¡pero qué hierba! Si pudiese robar un reloj igual, volvería a hacer aquel trato.
—Gustavo, colega, ¿cómo estás?
—¿Qué pasa, Fede? No te había visto, tío. Entre la oscuridad de este antro y que no veo una mierda…
—Yo tampoco te había visto, ya sabes que tengo la virtud de desconectar con facilidad. Hablando de desconectar, ¿sabes lo que me ayuda a desconectar? La hierba esa tuya. ¿Tienes algo para pasarme, amigo? Tú si eres un amigo. Sería capaz de ir a un juicio a defenderte, fíjate lo que te digo.
—Desde luego cómo te pones de pelota cuando quieres algo. Pues ahora mismo se me ha acabado. Tendré más la semana que viene. Tengo lo justo para mí, pero mira, podríamos irnos de este sitio, comprar algo de beber y fumarnos uno bueno por ahí. Sé de un par de amigas a las que les gustaría venirse.
—Es lo suyo, pero paso de pagar más multas por beber y fumar porros en la calle. Nos vamos a mi casa y llamas a tus amigas para que se traigan bebida de paso. Si no que no vengan.
—Venga, pues vámonos.
Nos levantamos y salimos del bar. Salgo detrás de él, pero cuando cruzamos el umbral de la puerta alguien me agarra del hombro con fuerza. Me doy la vuelta. ¡Es Paquito, el camarero!
—¿Ya te vas a ir sin pagar otra vez? —me suelta de repente escupiéndome en la cara una lluvia de salivajos que me obliga a cerrar los ojos y poner los codos delante para neutralizar el ataque.
—¡Ey tío, que hoy no me toca ducha, entre los tropezones del ácido ese que tienes como saliva y tu aliento me vas a destrozar la jeta!
—Tranquilos, señores. Paquito, apunta en mi cuenta lo que se haya tomado el tito Fede y mañana me paso a pagártelo.
Menos mal que interviene Gustavete evitando el bofetón a mano abierta que me venía directo a la nariz procedente del brazo derecho del gordaco de Paquito el camarero, que ya lo tenía cargado y apuntando.
—De acuerdo. No sé como lo haces, pedazo de mierda, pero tienes demasiada suerte últimamente.
Suerte dice… La suerte es una actitud, una energía que proyectamos nosotros mismos, la suerte se busca, y yo me la paso por el forro.
Me da un empujón echándome fuera, me tropiezo y voy dando traspiés un par de metros hasta que vuelvo a estabilizarme. Me giro y le señalo con el dedo, guiñando un ojo.
—A lo mejor el que tiene suerte eres tú, porque no sé cómo tu amigo el colesterol no te ha taponado las venas ya, ¡puto gordo, salvaje de mierda!
Hace un amago de venir hacia mí, pero al ver mi acto reflejo de querer salir corriendo se para en seco. Demasiado esfuerzo para él.
—Joder Fede, deberías dejar de meterte con Paquito, tiene pinta de tener ganas de mandarte al hospital de vacaciones unos días. El último recuerdo que te dejó creo que era bastante morado y te duró un par de semanas alrededor del ojo.
Qué buenos consejos me regala el Guanche siempre.
—Mira, hermano, todo el mundo debería tener un archienemigo para bajarle a la Tierra de vez en cuando. Se llama equilibrio natural. El ser humano necesita el conflicto para sobrevivir, yo tengo a Paquito para evitar poner una bomba en cada sede bancaria de este mundo y hacerlas estallar al unísono. Sólo mantengo mi sed de violencia entretenida, y así lo entretengo a él también. El tiempo que gasta en pensar cómo estrangularme, no se lo pasa comiendo bocatas de chorizo.